Filósofo Antony Flew: argumentos a favor y en contra de Dios




Aquí presento los argumentos del filósofo Antony Flew, son argumentos desde la lógica de la filosofía para llegar a la conclusión de que Dios existe. Unas de sus bases que lo llevaron a esa coclusión son “el ajuste fino de las leyes del universo”, “el Big Bang” y la “vida autoreplicante”. El artículo está más abajo.




Como nota personal tengo que agregar que si bien la conclusión a la que llega de que “Dios tiene que ser una persona” está en armonía con lo que Dios mismo rebela en la Biblia en Hebreos 9:24 : donde habla de la persona de Dios”. Normalmente el humano tiende a pensar en “cosas necesarias para que exista la vida”. Ya que nuestra realidad es así. Pero la realidad que Dios presenta en el campo espiritual es al reves: creación de la vida de su hijo Jesucristo y luego cosas para él (“…y mediante el cual [Jesúcristo] hizo los sistemas de cosas” Hebreos 1:2). Lo cual tiene sentido. Nosotros somos “las cosas” para su hijo. Y como él colabora en su creación, y por tanto tiene que aprenderlas, es lógico que empieze con lo más sensillo y luego con lo más complicado, como cualquier aprendizaje, de ahí el orden desde materia hasta humanidad, y no al revés, en el caso de la creación física.
La filosofía y la ciencia no pueden acceder a lo que solo Él puede dar a conocer en una relación entre el hombre y él mismo. Igual que la relación entre una persona y otra incluye más información que entre esa persona y las “cosas” de la otra persona (dejando de lado esta última).
Personalmente pienso que si bien existió un comienzo, porque Dios lo revela así, el “Big Bang” (Gran explosión) no es la mejor explicación, ya que está fundamentado en observaciones que no implican necesariamente una explosión, a saber el corrimiento al rojo de los espectros de las galaxias distantes y la radiación de fondo y una interpolación hacia un espacio menor hasta llevarlo a cero. La explosión es una acción caótica, sin información y por tanto hay un problema con la entropía, el universo es altamente ordenado. Y en la biblia se habla de que “los sistemas de cosas fueron puestos en orden por la palabra de Dios” (Hebreos 11:3) siendo “la palabra de Dios”, Jesucristo, es él el que ejerce el orden dictado por Dios. Analogamente el orden del ser humano no lo podemos explicar con una explosión, sino como una creación en la que a las piezas en su lugar se les dio el empuje inicial.

El astrofísico Alan Lightman reconoció que a los científicos “les parece misterioso el hecho de que el universo fuera creado con este elevado grado de orden”. Agregó que “cualquier teoría cosmológica viable debería explicar en última instancia esta contradicción de la entropía”, es decir, que el universo no se halle en estado caótico.

Yo, mas bien me inclino a pensar que el problema de la entropía está relacionado con el orden que Dios le imprime a su creación.

“Si el tiempo llevara pasando infinitamente la entropía del universo no tendría sentido, siendo la entropía un concepto finito creciente en el tiempo y el tiempo un concepto infinito y eterno. (Wikipedia/Entropia)” Por este mismo razonamiento no estoy seguro de que el tiempo siempre haya existido y que sea una creación de Dios. La Biblia dice: “Yo, la sabiduría  … Jehová mismo me produjo como el principio de su camino (Jesucristo “el principio de la creación por Dios” Apocalipsis o Revelación 3:14), el más temprano de sus logros de mucho tiempo atrás. 23 Desde tiempo indefinido fui instalada, desde el comienzo, desde tiempos anteriores a la tierra. 24 Cuando no había profundidades …cuando aún no había hecho él la tierra ni los espacios abiertos ni la primera parte de las masas de polvo… llegué a estar a su lado como un obrero maestro, y llegué a ser ... con quien él estuvo especialmente encariñado día a día (Proverbios Cap 8). Así que se habla de "como el principio", "el más temprano" y "desde tiempo indefinido"

Por otro lado, siendo Dios una persona solo él puede revelar su nombre, no puede deducirse por lo que el creó. El dice “Yo soy Jehová, ese es mi nombre” (Isaías 42:8)

Para este momento la humanidad científica y occidental ya ha dado de baja la idea de muchos dioses, lo cual es interesante cuando el ateísmo ataca a un dios y no a muchos, haciento el ataque directamente a este Dios creador Jehová.
El valor de las declaraciones de este filósofo para los Testigos de Jehová es que cita a 1) pensadores respetados y 2) sus argumentos a favor y en contra de la existencia de un Dios personal.


Sin más, presentamos la exposisión de Antony Flew.

DIOS EXISTE Antony Flew.
¿Sabía el universo que nosotros veníamos?
Imaginemos que, en las próximas vacaciones, llegamos a nuestra habitación de hotel. El reproductor de CD situado sobre la mesilla de noche hace sonar dulcemente una canción de nuestro disco favorito. El cuadro colgado sobre el cabecero de la cama es idéntico al que cuelga sobre la chimenea en nuestra casa. La habitación está perfumada con nuestra fragancia preferida. Sacudimos la cabeza con asombro y dejamos las maletas en el suelo. Sorprendidos, exploramos con atención nuevos detalles. Nos deslizamos hasta el minibar, abrimos la puerta y contemplamos con estupefacción su contenido. Sí, son nuestras bebidas favoritas. Nuestras galletas y caramelos favoritos. Incluso nuestra marca de agua mineral predilecta. Nos alejamos entonces del minibar y deambulamos por la habitación. Descubrimos que hay un libro sobre el escritorio: se trata de la última publicación de nuestro autor preferido. Echamos un vistazo al cuarto de baño, donde encontramos cuidadosamente alineados junto al lavabo diversos productos de belleza y cuidado personal, cada uno de los cuales parece haber sido escogido específicamente para nosotros. Encendemos la televisión... que resulta estar sintonizada en nuestro canal favorito. Lo lógico es que, con cada nuevo descubrimiento sobre este hospitalario entorno, nos mostremos cada vez menos inclinados a pensar que todo pueda ser una coincidencia, ¿no? Nos preguntaremos cómo los responsables del hotel han podido obtener una información tan detallada sobre nosotros. Quizás nos maravillemos de su meticulosa diligencia. Quizás nos inquiete la idea de cuánto va a costarnos todo ese lujo. Pero, sin duda, estaríamos inclinados a pensar que alguien sabía que íbamos a llegar. Nuestro universo finamente ajustado Este escenario vacacional es una parábola torpe y limitada del llamado «argumento del ajuste fino». La popularidad reciente de este argumento ha puesto de manifiesto una nueva dimensión de las leyes de la naturaleza.
«Cuanto más examino el universo y estudio los detalles de su arquitectura», escribe el físico Freeman Dyson, «más evidente me parece que el universo sabía en algún sentido que nosotros íbamos a venir» [45]. Dicho de otra forma, las leyes de la naturaleza parecen haber sido fabricadas de forma que puedan impulsar el universo hacia la aparición y la conservación de la vida.
Este es el llamado «principio antrópico», popularizado por pensadores como Martin Rees, John Barrow y John Leslie.
Tomemos las leyes físicas más básicas.
Se ha calculado que si el valor de solo una de las constantes fundamentales —la velocidad de la luz, o la masa de un electrón, por ejemplo— hubiese sido ligerísimamente diferente, no se hubiese podido formar ningún planeta capaz de permitir la evolución de la vida humana. Este ajuste fino ha sido explicado de dos formas. Algunos científicos han dicho que el ajuste fino es la prueba del diseño divino; otros muchos han especulado que nuestro universo es uno entre muchos —un «multiverso»— con la peculiaridad de que el nuestro resultó tener las condiciones adecuadas para la vida.
Pero prácticamente ningún científico importante hoy día sostiene que el ajuste fino haya podido ser simplemente el resultado del azar operando en un solo universo.
En su libro Mentes infinitas, John Leslie, un destacado teórico del principio antrópico, arguye que la mejor explicación para el ajuste fino es el diseño divino. Dice que lo que le impresiona no son argumentos particulares relativos a casos concretos de ajuste fino, sino el hecho de que sean posibles tantos argumentos relativos a tantos datos. «Si hubiera aspectos del funcionamiento de la naturaleza que parecieran muy afortunados y también totalmente fundamentales», escribe, «entonces estos bien podrían ser considerados como evidencias especialmente favorecedoras de la creencia en Dios» [46]. Cita algunos ejemplos de tales aspectos «afortunados» y «fundamentales» del funcionamiento de la naturaleza: 1) El principio de relatividad especial garantiza que fuerzas como el electromagnetismo tengan un efecto invariable, aunque actúen perpendicularmente a la dirección de desplazamiento de un sistema. Esto permite que funcione el código genético y que los planetas no se desintegren cuando rotan. 2) Las leyes cuánticas impiden que los electrones colapsen sobre el núcleo del átomo.
3) La fuerza electromagnética es de tal intensidad que permite que tengan lugar muchos procesos clave: hace posible que las estrellas ardan establemente durante miles de millones de años; permite la síntesis del carbono en las estrellas; garantiza que los leptones no sustituyan a los quarks, lo cual habría hecho imposibles a los átomos; es responsable de que los protones no decaigan demasiado rápido y que no se repelan con demasiada fuerza, lo cual habría hecho imposible la química. ¿Cómo es posible que la intensidad de una misma fuerza satisfaga requisitos tan variados, cuando parece que se requerirían intensidades diferentes para cada uno de dichos procesos? [47].

A través del multiverso

La alternativa a la idea del diseño divino es la teoría del multiverso. (Sostendré, sin embargo, que la existencia de un multiverso no eliminaría aún la cuestión de la Fuente divina). Uno de los defensores más destacados de la idea del multiverso es el cosmólogo Martin Rees. Rees observa: Cualquier universo favorable a la vida —lo que podríamos llamar un universo biófilo— tiene que estar «ajustado» de una forma particular. Las condiciones para cualquier vida del tipo que conocemos —estrellas longevas y estables, átomos estables como los del carbono, el oxígeno y el silicio, capaces de combinarse para formar moléculas complejas, etc.— dependen de las leyes físicas y del tamaño, índice de expansión y contenido del universo [48]. Esto podría ser explicado, dice, mediante la hipótesis según la cual habría muchos «universos», dotado cada uno de diferentes leyes y constantes físicas, y el nuestro pertenecería a un tipo de universos capaces de conducir a la aparición de la complejidad y de la conciencia. Si esto es así el ajuste fino dejaría de ser sorprendente. Rees menciona las variantes más conocidas de la idea del multiverso. En el «universo inflacionario» de los cosmólogos Andrei Linde y Alex Vilenkin, los universos surgen de Big Bangs particulares con dimensiones espacio-temporales totalmente distintas de las del universo que conocemos. La tesis del agujero negro de Alan Guth, David Harrison y Lee Smolin sostiene que los universos se materializan a partir de agujeros negros en ámbitos espacio-temporales recíprocamente inaccesibles.
Finalmente, Lisa Randall y Raman Sundrum proponen que hay universos en dimensiones espaciales diferentes que pueden o no interactuar gravitacionalmente unos con otros. Rees señala que estas ideas sobre el multiverso son «altamente especulativas» y requieren una teoría que describa coherentemente la física de las densidades ultraelevadas, la configuración de las estructuras en las dimensiones adicionales, etc. Observa que solo una de esas versiones del multiverso puede ser correcta. Y, en realidad, añade, «muy probablemente ninguna de ellas lo es: hay teorías alternativas que conducirían solo a un universo» [49].

Una teoría disparatada.

Tanto Paul Davies como Richard Swinburne rechazan la idea del multiverso. Davies, que es físico y cosmólogo, escribe que «es trivialmente cierto que, en un universo infinito, cualquier cosa que pueda ocurrir ocurrirá». Pero esto no es en absoluto una explicación. Si estamos intentando entender por qué el universo es bioamigable, no nos ayuda que se diga que todos los universos posibles existen efectivamente. «Como un disparate, lo explica todo y no explica nada». Con esto quiere decir que es una afirmación vacía. Si decimos que el mundo y todo lo que hay en él comenzaron a existir hace cinco minutos, que nuestras memorias han sido rellenadas con falsos recuerdos de acontecimientos de muchos años y que el mundo ha sido sembrado de falsas evidencias de hechos arcaicos, nuestra afirmación no puede ser refutada. Lo explica todo sin explicar nada. Una verdadera explicación científica, dice Davies, es como una única bala que acierta en el blanco. La idea del multiverso sustituye el mundo real racionalmente ordenado por una payasada infinitamente compleja, y priva de cualquier significado a la idea misma de «explicación» [50]. Swinburne es igual de tajante en su desdén hacia la explicación basada en el multiverso: «Es una locura postular un trillón de universos (causalmente esconectados entre sí) para explicar los rasgos de un solo universo, cuando postular una sola entidad (Dios) solucionaría el problema» [51].

Hay tres cosas que se pueden decir sobre el argumento del ajuste fino. En primer lugar, es un hecho innegable que vivimos en un universo dotado de ciertas leyes y constantes, y que la vida no habría sido posible si algunas leyes y constantes hubiesen sido diferentes. En segundo lugar, el hecho de que las leyes y constantes existentes permitan la conservación de la vida no responde a la pregunta sobre el origen de la vida. Esta es una cuestión muy diferente, como intentaré mostrar; tales condiciones son necesarias para que surja la vida, pero no son suficientes. En tercer lugar, el hecho de que sea lógicamente posible que haya múltiples universos dotados de leyes físicas propias no demuestra que tales universos existan efectivamente. No existe en la actualidad la menor evidencia empírica en favor del multiverso. Sigue siendo una idea puramente especulativa. Lo que es especialmente importante aquí es el hecho de que la existencia de un multiverso no explica el origen de las leyes de la naturaleza.
Martin Rees sugiere que la existencia de diferentes universos dotados de sus propias leyes suscitaría la cuestión de las leyes que rijan el multiverso globalmente considerado, la teoría omnicomprensiva que gobierne el conjunto. «Las leyes subyacentes que gobiernan todo el multiverso pueden regular la variedad entre los universos», escribe. «Algunas de las que llamamos 'leyes de la naturaleza' podrían ser, desde esta perspectiva más amplia, variantes locales que resultan coherentes con alguna teoría omniabarcante que gobierna el conjunto, aunque no sean fijadas únicamente por esa teoría» [52]. Preguntar cómo se originaron las leyes que rigen el multiverso sería lo mismo que preguntar por el origen de las leyes de la naturaleza en general. Paul Davies señala: Los defensores del multiverso a menudo son ambiguos acerca de cómo serían seleccionados los valores de los parámetros en los diversos universos. Si hay una «ley de leyes» que describe cómo son asignados los valores de los parámetros cuando pasamos de un universo al siguiente, entonces solo hemos desplazado el problema del carácter biofílico del cosmos un nivel hacia arriba. ¿Por qué? En primer lugar, porque ahora debernos explicar de dónde procede la ley de leyes [53]. Algunos han dicho que las leyes de la naturaleza son simplemente resultados accidentales de la forma en que el universo se enfrió después del Big Bang. Pero, como ha señalado Rees, incluso tales accidentes pueden ser considerados como manifestaciones secundarias de leyes más profundas que regirían el conjunto de universos. De nuevo, incluso la evolución de las leyes de la naturaleza y los cambios en las constantes seguirían ciertas leyes. «Seguiríamos teniendo que hacer frente a la pregunta de cómo se originaron estas leyes 'más profundas'. Por muy lejos que se empujen hacia atrás las propiedades 'emergentes' del universo, su misma 'emergencia' tiene que ajustarse a ciertas leyes preexistentes» [54]. Así que, haya o no multiverso, todavía tenemos que habérnoslas con la cuestión del origen de las leyes de la naturaleza. Y la única explicación viable es la Mente divina.

¿Cómo llegó a existir la vida?

Cuando los medios de comunicación informaron por primera vez sobre el cambio en mi visión del mundo, se dijo que yo había afirmado que la investigación de los biólogos sobre el ADN había mostrado que la inteligencia debía haber jugado algún papel en la aparición de la vida, dada la casi increíble complejidad de los ajustamientos necesarios para producir esta. Había escrito previamente que la explicación de la primera aparición de materia viva a partir de la materia inerte —especialmente, allí donde esta primera materia viviente ya poseía la capacidad de reproducirse genéticamente— invitaba a una nueva versión del argumento del diseño. Sostuve que no existía ninguna explicación materialista satisfactoria para un fenómeno así. Estas afirmaciones suscitaron indignación en una serie de críticos que afirmaron que yo no estaba familiarizado con los trabajos más recientes sobre abiogénesis. Richard Dawkins sostuvo que yo estaba apelando a un «Dios tapahuecos». En mi nueva introducción a la edición de 2005 de Dios y la filosofía, dije que «por mi parte, estoy encantado de que mis amigos biólogos me aseguren que la protobiología es ya capaz de producir teorías sobre la evolución de la materia orgánica primigenia, y que varias de esas teorías son coherentes con todos los datos científicos confirmados hasta ahora» [55]. Pero debo advertir que el trabajo más reciente que he visto muestra que la visión de la física actual sobre la edad del universo deja demasiado poco tiempo para que estas teorías hagan su trabajo. Más importantes son, sin embargo, las objeciones filosóficas a los estudios sobre el origen de la vida. La mayor parte de tales estudios son realizados por científicos que raramente prestan atención a la dimensión filosófica de sus descubrimientos. Los filósofos, por otra parte, han dicho poca cosa sobre la naturaleza y el origen de la vida. La cuestión filosófica que no ha sido resuelta por los estudios sobre el origen de la vida es la siguiente: ¿cómo puede un universo hecho de materia no pensante producir seres dotados de fines intrínsecos, capacidad de autorreplicación y una «química codificada»? Aquí no estamos tratando de biología, sino que nos enfrentamos a una categoría de problemas enteramente diferente.

El organismo finalista

Consideremos en primer lugar la naturaleza de la vida desde una perspectiva filosófica. La materia viva posee una intrínseca organización teleológica que no aparece por ningún lado en la materia que la precedió. En una de las pocas obras filosóficas sobre la vida publicadas recientemente, Richard Cameron ha presentado un análisis muy útil de esta direccionalidad de los seres vivos. Algo que está vivo, dice Cameron, será también teleológico —es decir, poseerá fines, metas, propósitos intrínsecos—. «Los biólogos, filósofos de la biología y especialistas en 'vida artificial' contemporáneos —escribe— no han producido aún una teoría satisfactoria sobre lo que significa estar vivo, y sostengo que Aristóteles puede ayudarnos a llenar ese hueco [...] Aristóteles no sostuvo que la vida y la teleología fueran coextensivas simplemente por casualidad, sino que más bien definió la vida en términos teleológicos, afirmando que la teleología es un elemento esencial en los seres vivos» [56].
El origen de la autorreproducción es un segundo problema central. El distinguido filósofo John Haldane señala que las teorías sobre el origen de la vida «no proporcionan una explicación suficiente, pues presuponen la existencia de la autorreproducción en una fase temprana, y no se ha mostrado que esta pueda surgir por medios naturales a partir de una base material» [57]. David Conway sintetiza estas dos dificultades filosóficas al responder a la tesis de David Hume según la cual el orden bioamigable del universo no fue diseñado por ninguna forma de inteligencia. El primer problema consiste en producir una explicación materialista para «la primera aparición de materia viviente a partir de la materia no viviente. Al estar viva, la materia viviente posee una organización teleológica que falta por completo en todo lo que la precedió». El segundo reto consiste en producir una explicación materialista para «la aparición, a partir de las formas de vida más primitivas, que eran incapaces de reproducirse, de formas de vida dotadas de la capacidad de autorreproducirse. Sin la existencia de esa capacidad, no habría sido posible que surgieran las diversas especies mediante mutaciones aleatorias y selección natural. Por tanto, dicho mecanismo no puede ser invocado por ninguna teoría que aspire a explicar cómo «evolucionaron formas de vida dotadas de esa capacidad a partir de otras que carecían de ella». Conway concluye que estos fenómenos biológicos «nos proporcionan razones para dudar de que sea posible dar cuenta de la existencia de formas de vida en términos puramente materialistas y sin recurso a la idea de diseño» [58].

Un profundo cambio conceptual

Un tercer aspecto filosófico del origen de la vida está relacionado con la codificación y procesamiento de la información que es esencial en todas las formas de vida. Esto ha sido muy bien descrito por el matemático David Berlinski, quien señala que nuestra comprensión actual de la célula plantea todo un drama narrativo. El mensaje genético del ADN se autorreplica, y a continuación es «copiado» o transcrito por el ARN. Después se produce una «traducción» mediante la cual el mensaje del ARN es transmitido a los aminoácidos, y finalmente los aminoácidos son ensamblados en forma de proteínas. Estas dos estructuras —fundamentalmente diferentes— de gestión de la información y actividad química de que dispone la célula son coordinadas por el código genético universal. Lo extraordinario de este fenómeno se hace más patente si resaltamos la palabra «código». Escribe Berlinski: En sí mismo, un código es algo que nos resulta familiar: un mapa arbitrario, o un sistema de vínculos entre dos objetos combinatorios discretos. El código Morse, por tomar un ejemplo muy conocido, asigna diversas combinaciones de puntos y rayas a las distintas letras del alfabeto. Al señalar que los códigos son arbitrarios queremos hacer notar la diferencia entre un código y una conexión puramente física entre dos objetos. Hacer notar que los códigos representan mapeos es presentar el concepto de código en lenguaje matemático. Hacer notar que los códigos reflejan vínculos de alguna clase es devolver el concepto de código a sus usos humanos. Esto a su vez nos conduce a la gran cuestión: ¿Puede ser explicado el origen de un sistema de codificación química sin recurrir para nada al tipo de hechos que invocamos al explicar los códigos y lenguajes, los sistemas de comunicación, la impronta de las palabras ordinarias en el mundo material? [59].
Carl Woese, uno de los investigadores más destacados en el tema del origen de la vida, llama la atención sobre el carácter filosóficamente intrigante de este fenómeno. Afirma lo siguiente en la revista científica RNA: «Las facetas codificadora, mecánica y evolutiva del problema deben ser tratadas como asuntos independientes. La idea de que la expresión genética o la replicación genética estuvieran sustentadas por algún principio físico fundamental ha desaparecido». No solo no existe ningún principio físico subyacente, sino que la misma existencia del código es un misterio. «Las reglas de codificación (el diccionario de los 'símbolos' asignados) son conocidas. Pero no proporcionan ninguna pista sobre por qué existe el código y por qué el mecanismo de traducción es el que es». Woese admite francamente que no sabemos nada sobre el origen del sistema. «El origen de la traducción —es decir, antes de que llegara a ser un verdadero mecanismo descodificador— está por ahora perdido en la oscuridad del pasado, y no deseo embarcarme aquí en conjeturas gratuitas sobre qué procesos de polimerización puedan haberlo precedido o haber dado lugar al mismo, o en especulaciones sobre el origen del ARN-t, de los sistemas de carga del ARN-t o del código genético» [60]. Paul Davies destaca el mismo problema. Observa que la mayoría de las teorías de la biogénesis se han concentrado en la química de la vida, pero «la vida consiste en algo más que en reacciones químicas complejas. La célula es también un sistema de almacenamiento, procesamiento y replicación de información. Necesitamos explicar el origen de esa información, y la forma en que la maquinaria de procesamiento de la información pudo llegar a existir». Enfatiza el hecho de que un gen no es más que un conjunto de instrucciones codificadas con una receta precisa para construir proteínas. Y, lo que es más importante, estas instrucciones genéticas no son el tipo de información que puede encontrarse en la termodinámica y la mecánica estadística; se trata, más bien, de información semántica. Es decir, información con un significado específico.
Estas instrucciones solo pueden ser eficaces en un contexto molecular capaz de interpretar el significado contenido en el código genético. La cuestión del origen pasa así a primer plano. «El problema de cómo esta información significativa o semántica pudo surgir de una colección de moléculas no inteligentes, sometidas a fuerzas ciegas y carentes de propósito, supone un profundo desafío conceptual» [61].

Como en un espejo, oscuramente

Es cierto que los protobiólogos tienen teorías sobre la evolución de la materia viva primordial, pero ellos se ocupan de una categoría distinta de problemas. Se ocupan de la interacción de sustancias químicas, mientras que nuestras preguntas se refieren a cómo algo puede ser intrínsecamente «perseguidor de fines», y cómo la materia puede ser dirigida por el procesamiento de símbolos. Pero incluso en su propio nivel, los protobiólogos están aún muy lejos de alcanzar conclusiones definitivas.
Así lo reconocen dos destacados investigadores del origen de la vida. Andy Knoll, profesor de Biología en Harvard y autor de “La vida en un planeta joven: Los tres mil primeros millones de años de la vida”, señala: Si intentamos sintetizar lo que, a fin de cuentas, sabemos sobre la historia profunda de la vida en la Tierra, sobre su origen, sobre las etapas de formación que dieron lugar a la biología que vemos hoy en torno a nosotros, creo que debemos admitir que miramos «oscuramente, como en un espejo». No sabemos cómo empezó la vida en este planeta. No sabemos exactamente cuándo comenzó; no sabemos en qué circunstancias [62]. Antonio Lazcano, presidente de la Sociedad Internacional para el Estudio del Origen de la Vida, indica: «Un aspecto de la vida, sin embargo, sigue siendo cierto: la vida no podría haber evolucionado sin un mecanismo genético capaz de almacenar, copiar y transmitir a su progenie información que puede cambiar con el tiempo... La cuestión de cómo evolucionó la primera maquinaria genética también sigue siendo un problema irresuelto». De hecho, dice, «el desarrollo exacto del origen de la vida quizás no será nunca conocido» [63]. En lo que se refiere al origen de la reproducción, John Maddox, editor emérito de Nature, escribe: «La cuestión dominante es cuándo y cómo evolucionó la propia reproducción sexual. Tras décadas de especulación, seguimos sin saberlo» [64]. Finalmente, el científico Gerald Schroeder señala que la existencia de condiciones favorables a la vida no basta para explicar cómo se originó esta. La vida pudo sobrevivir solo gracias a las condiciones favorables de nuestro planeta. Pero no hay ninguna ley de la naturaleza que obligue a la materia a producir entidades autorreplicantes y orientadas hacia fines. Así que, ¿cómo explicar el origen de la vida?
El premio Nobel de Medicina George Wald sostuvo en cierta ocasión, con palabras que se han hecho célebres: «Escogemos creer lo imposible: que la vida surgió espontáneamente por azar». En años posteriores, llegó a la conclusión de que una mente preexistente, a la que considera la matriz de la realidad física, construyó un universo físico capaz de criar seres vivos: ¿Cómo es que, aunque haya tantas otras opciones aparentes, estamos en un universo que posee exactamente ese peculiar conjunto de cualidades que hacen posible la vida? Se me ha ocurrido últimamente —debo confesar que, al principio, con cierto espanto de mi sensibilidad científica— que ambas cuestiones deben ser tratadas de forma hasta cierto punto congruente. Es decir, mediante la suposición de que la inteligencia, en lugar de emerger como un subproducto tardío de la evolución de la vida, en realidad ha existido siempre como la matriz, la fuente, la condición de la realidad física: que la sustancia de que está hecha la realidad física es sustancia mental. Es la mente la que ha compuesto un universo físico capaz de desarrollar vida, capaz de producir evolutivamente criaturas que saben y crean: criaturas que hacen ciencia, arte y tecnología [65]. Esta es también mi conclusión. La única explicación satisfactoria del origen de esta vida «orientada hacia propósitos y autorreplicante» que vemos en la Tierra es una Mente infinitamente inteligente.

¿Salió algo de la nada?

En una de las últimas escenas de la película Sonrisas y lágrimas, María, interpretada por Julie Andrews, y el capitán Von Trapp, interpretado por Christopher Plummer, finalmente se confiesan su amor recíproco. Cada uno parece asombrado de ser amado por el otro, y se preguntan juntos cómo pudo llegar a surgir su amor. Pero parecen seguros de que surgió de algún sitio. La letra de la canción de Richard Rodgers que cantan entonces dice: Nada viene de la nada. Nada podría nunca hacerlo [66]. Pero ¿es esto verdad? ¿O puede salir algo de la nada? Y ¿cómo afecta esta cuestión a nuestra concepción de la aparición del universo? Este es el tema del que se ocupa la disciplina científica llamada «cosmología», y el argumento cosmológico en filosofía. En “La presunción de ateísmo”, definí el argumento cosmológico como aquel que toma como punto de partida la tesis de que existe un universo. Por «universo», entendía uno o más seres cuya existencia había sido causada por algún otro ser (o que podrían ser las causas de la existencia de otros seres). El universo como realidad última En “La presunción de ateísmo” y otros escritos ateos, sostuve que debemos tomar el propio universo y sus leyes fundamentales como una realidad última. Cada sistema explicativo debe comenzar en algún sitio, y ese punto de partida no puede, él mismo, ser explicado por el sistema. Por tanto, todos los sistemas incluyen algunos presupuestos fundamentales que no pueden ser explicados. Esta es una consecuencia que se sigue de la naturaleza esencial de las explicaciones sobre por qué ocurre lo que ocurre. Supongamos, por ejemplo, que advertimos que la nueva pintura blanca que cubre la pared sobre la que se apoya nuestra cocina de gas ha tomado una coloración ocre. Investigamos el asunto. Descubrimos que esto es lo que ocurre siempre con ese tipo de cocina y ese tipo de pintura. Profundizando en nuestro cuestionamiento hasta un segundo nivel, aprendemos que este fenómeno resulta explicable por ciertas regularidades más generales y profundas de la combinación química: el sulfuro de las emanaciones de gas forma un compuesto con algún elemento presente en la pintura, y así se produce el cambio de color. Profundizando aún más, terminamos viendo la suciedad de nuestra cocina como una de las innumerables consecuencias de la verdad de una teoría atómico-molecular omnicomprensiva sobre la estructura de la materia. Y así sucesivamente.
En cada nivel, la explicación tiene que asumir ciertas cosas como hechos brutos: simplemente, las cosas son así. Cuando debatía con los que creían en Dios, yo mostraba que ellos se enfrentaban a esta misma inevitabilidad. Cualesquiera que sean las otras cosas que los teístas piensan poder explicar apelando a la existencia y naturaleza de su Dios, no pueden evitar tomar ese hecho (la existencia de Dios) como un hecho último, que se encuentra más allá de toda explicación. Y no veía cómo se podía saber o conjeturar razonablemente que alguna cosa de nuestro universo estuviese apuntando a alguna realidad trascendente, situada detrás, por encima o más allá. Así que, ¿por qué no aceptar el universo y sus rasgos más fundamentales como la realidad última? Sin embargo, mi intervención en la mayoría de tales debates prescindió de los descubrimientos de la cosmología moderna. De hecho, mis dos libros antiteológicos más importantes fueron escritos, uno antes del desarrollo de la cosmología del Big Bang, y el otro antes de la introducción del argumento del ajuste fino de las constantes físicas. Pero a partir de principios de los años ochenta había comenzado a reconsiderar mi posición. Admití entonces que los ateos teníamos que sentirnos inquietos por el consenso cosmológico contemporáneo, pues parecía que los cosmólogos estaban proporcionando una prueba científica de algo que el propio Santo Tomás de Aquino reconoció que no podía demostrarse filosóficamente: que el universo tuvo un comienzo.

En el principio

Cuando, siendo aún ateo, me enfrenté por primera vez a la teoría del Big Bang, me pareció que esta teoría cambiaba mucho las cosas, pues sugería que el universo había tenido un comienzo y que la primera frase del Génesis («En el principio, Dios creó el cielo y la tierra») estaba relacionada con un acontecimiento real. Mientras pudimos albergar la cómoda idea de que el universo no había tenido un comienzo ni tendría un final, fue fácil considerar su existencia (y sus rasgos más fundamentales) como hechos brutos. Y, si no había razón para pensar que el universo tuvo un comienzo, no había necesidad de postular otro ente que lo hubiera producido. Pero la teoría del Big Bang cambió todo esto. Si el universo había tenido un comienzo, pasaba a ser totalmente razonable, incluso inevitable, preguntar qué había producido ese comienzo. Esto alteraba radicalmente la situación. Al mismo tiempo, predije que los ateos estarían obligados a contemplar la cosmología del Big Bang como algo que requería una explicación física; una explicación que —era preciso admitirlo— quizás nunca sería accesible a los seres humanos. Pero reconocí también que los creyentes podrían, con toda razón, acoger la cosmología del Big Bang como algo que tendía a confirmar su creencia previa en que «en el principio» Dios creó el universo. Algunos cosmólogos modernos parecían tan preocupados como los ateos por las potenciales implicaciones teológicas de su investigación. Por tanto, diseñaron vías de escape que intentaban preservar el statu quo antiteísta. Estas vías incluyeron, por ejemplo, la idea del multiverso (numerosos universos generados por eternas fluctuaciones en el vacío) y la noción de «universo autocontenido» de Stephen Hawking.

Hasta que llegue un comienzo

Como ya indiqué, no me pareció que la alternativa del multiverso sirviera para mucho. La postulación de muchos universos —sostuve— es una solución verdaderamente desesperada. Si la existencia de un solo universo requiere una explicación, la existencia de múltiples universos requerirá una explicación mucho mayor: el problema es multiplicado por tantos universos como existan. La situación recuerda a la de aquel niño cuyo profesor no creía que un perro se hubiese comido su cuaderno con los deberes y, por tanto, reemplazó la primera versión por otra según la cual había sido una jauría de perros —tantos, que no podían ser contados— la que se comió su cuaderno. Stephen Hawking escogió un enfoque diferente en su libro “Una breve historia del tiempo”. Escribió: «Mientras el universo tuvo un comienzo, podíamos suponer que tuvo un creador. Pero si el universo es realmente autocontenido, sin límites ni perímetro, no tendría un principio ni un final; simplemente sería. ¿Qué lugar quedaría, entonces, para un creador?» [67]. Al comentar el libro cuando fue publicado, señalé que la sugerencia que deslizaba esta pregunta retórica final tenía claras implicaciones ateas. Sin embargo, por mucho que compartiese entonces esa conclusión, añadí que cualquiera que no fuese un físico teórico podría tener la tentación de contestar, como algún personaje del Broadway de Damon Runyon: «Si el Big Bang no fue un comienzo, al menos hará el apaño hasta que llegue un comienzo de verdad» [68]. El propio Hawking debe de sentir al menos cierta afinidad con dicha respuesta, pues declaró: «Un universo en expansión no excluye la idea de un creador, pero sí señala límites temporales al momento en que debió hacer su trabajo» [69]. Hawking también había dicho: «Se podría decir que el tiempo comenzó con el Big Bang, en el sentido de que el tiempo anterior no estaría definido» [70]. De toda esta discusión extraje la conclusión de que, incluso si llegáramos a la convicción unánime de que el universo tal como lo conocemos comenzó con el Big Bang, la física debe, pese a todo, seguir siendo radicalmente agnóstica: es físicamente imposible descubrir qué causó dicho Big Bang (en el supuesto de que haya sido causado por algo anterior). Ciertamente, la revelación de un universo en devenir, en lugar de una entidad estática, eternamente inerte, cambiaba los términos de la discusión. Pero la moraleja de la historia era que, en último extremo, los asuntos que estaban en juego eran más filosóficos que científicos. Y esto me llevó de nuevo al argumento cosmológico. Algo demasiado grande para ser explicado por la ciencia.

La crítica filosófica primaria del argumento cosmológico sobre la existencia de Dios fue propuesta por David Hume. Aunque yo había compartido los argumentos de Hume en mis libros anteriores, había empezado a expresar reservas sobre su metodología. Por ejemplo, había señalado en un ensayo (incluido en un libro-homenaje al filósofo Terence Penelhum) que ciertos presupuestos del pensamiento de Hume conducían a errores cruciales. Esto incluía su tesis según la cual lo que llamamos «causas» es una simple cuestión de asociación de ideas o ausencia de tales asociaciones. Dije que el origen —o al menos, el criterio de validación— de nuestros conceptos de causalidad, el fundamento en el que se basa nuestro conocimiento causal, reside en nuestra abundante y reiterada experiencia como criaturas de carne y hueso que operan en un mundo independiente de nuestra mente (experiencia, por ejemplo, de intentar empujar o tirar de objetos, y comprobar que conseguimos desplazar algunos de ellos, pero otros no; experiencia de preguntarse «qué sucedería si...»; experiencia de comprobar mediante experimentos «qué sucede cuando...»).
En cuanto agentes, adquirimos, aplicamos y validamos la idea de causa y efecto, y la idea conexa de lo que es necesario y lo que es imposible. Concluía afirmando que una historia puramente humeana no podría incluir los significados comunmente aceptados de «causa» y de «ley de la naturaleza» [71].
Pero en la obra de David Conway “El redescubrimiento de la sabiduría” y en la edición de 2004 de la obra de Richard Swinburne “La existencia de Dios”, encontré respuestas especialmente eficaces a la crítica humeana (y kantiana) del argumento cosmológico. Conway da cuenta sistemáticamente de todas las objeciones de Hume. Por ejemplo, Hume sostuvo que no hay ninguna causa de la existencia de una serie de entes físicos, más allá de la mera suma de todos los miembros de la serie.
Si hay una serie sin comienzo de entidades contingentes (nota mia: cosas que pueden suceder), entonces esta sería una causa suficiente del universo en su conjunto. Conway rechazaba esta objeción con el argumento de que «las explicaciones causales de las partes de una totalidad en términos de otras partes no pueden sumarse para constituir una explicación global de la totalidad, si los entes invocados como causas son entes cuya propia existencia está necesitada de una explicación causal» [72]. Así, por ejemplo, imaginemos un virus de software que sea capaz de replicarse a sí mismo en ordenadores integrados en una red. El hecho de que un millón de ordenadores haya sido infectado por el virus no explica por sí mismo la existencia del virus autorreplicante. En relación al mismo argumento humeano, Swinburne dijo: La totalidad de la serie infinita se quedará sin explicar, pues no habrá causas de los elementos de la serie que estén fuera de la propia serie. En ese caso, la existencia del universo a lo largo de un tiempo infinito será un hecho bruto inexplicable. Habrá una explicación (en términos de leyes) de por qué, una vez existe, continúa existiendo. Pero lo que resultará inexplicable es su existencia misma, globalmente considerada, a través de un tiempo infinito. La existencia de un universo físico complejo a lo largo de un tiempo finito o infinito es algo «demasiado grande» para ser explicado por la ciencia [73].

La necesidad de un factor creador

Una vez que ha sido desmontada la crítica humeana, es posible aplicar el argumento cosmológico en el contexto de la cosmología moderna.
Swinburne arguye que podemos explicar estados de cosas solo en términos de otros estados de cosas. Las leyes, por sí mismas, no pueden explicar tales estados de cosas. «Necesitamos tanto estados de cosas como leyes para explicar las cosas», escribe. «Y si no tenemos estados de cosas ni leyes para el comienzo del universo, porque no hay estados de cosas previos, entonces no podemos explicar el origen del universo» [74]. Si pudiera haber alguna ley que explicara el comienzo del universo, tendría que decir algo así como «el espacio vacío da lugar necesariamente a la materia-energía». Aquí, «el espacio vacío» no es la nada, sino más bien un «ente identificable», un algo que ya está ahí. Esta confianza en las leyes para hacer surgir el universo del «espacio vacío» plantea también la cuestión de por qué la materia-energía fue producida en el tiempo T0, y no en algún otro momento.
El filósofo de la ciencia John Leslie ha mostrado que ninguno de los modelos cosmológicos que están de moda hoy día excluye la posibilidad de un Creador. Cierto número de cosmólogos han especulado con la idea de que el universo surgió de «la nada». Edward Tyron, en 1973, había teorizado que el universo era una fluctuación en el vacío de un espacio mayor. Arguyó que la energía total del universo era cero porque la energía gravitacional del universo es mostrada como una cantidad negativa en las ecuaciones de los físicos. Usando otro enfoque, Jim Hartle, Stephen Hawking y Alex Vilenkin han conjeturado que el universo «fluctuó cuánticamente» a la existencia «desde la nada». Esta «nada» es en ciertos casos una espuma caótica de espacio-tiempo con una densidad energética fantásticamente alta. Otra sugerencia (de Hawking) es que «el tiempo se hace cada vez más 'espacial'» a medida que retrocedemos hacia el Big Bang». Leslie no piensa que tales especulaciones sean relevantes porque, en su opinión: De cualquier forma que describamos el universo —como habiendo existido desde siempre, o habiéndose originado a partir de un punto fuera del espacio-tiempo, o en el espacio, pero no en el tiempo, o iniciándose de una forma tan cuánticamente borrosa que no sería posible determinar ningún punto definido en el que comenzara, o poseyendo una energía total igual a cero— la gente que encuentra un problema en la misma Existencia de Algo en Lugar de Nada se sentirá poco inclinada a estimar que el problema ha sido solucionado [75]. Si tuviéramos una ecuación capaz de determinar la probabilidad de que emerja algo del vacío, aún habría que preguntar por qué existe esa ecuación. El mismo Hawking, de hecho, había indicado la necesidad de un factor creador que insuflase fuego en las ecuaciones. En una entrevista poco tiempo después de la publicación de “Una breve historia del tiempo”, Hawking reconoció que su modelo no afectaba para nada a la existencia de Dios. Al decir que las leyes de la física determinaban cómo comenzó el universo, solo estamos diciendo que Dios no escogió «poner en marcha el universo de alguna forma arbitraria que nosotros no podríamos entender. Esto no implica decir que Dios no exista, sino solo que Dios no es arbitrario» [76].

Un buen argumento C-inductivo

El viejo intento de explicar el universo por referencia a una serie infinita de causas ha sido reformulado en el lenguaje de la cosmología moderna. Pero el resultado es insatisfactorio, en opinión de John Leslie. Algunas personas, indica Leslie, piensan que la existencia del universo en un momento dado puede ser explicada por el hecho de que existía en un momento previo, y así sucesivamente ad infinitum.
También hay físicos que creen que el universo existió durante un tiempo infinito, bien por medio de una serie infinita de explosiones y contracciones, o bien como parte de una realidad en expansión eterna que produce nuevos universos mediante sucesivos Big Bangs.
Y otros dicen que el universo existió desde un pasado finito, si lo contemplamos desde
cierta perspectiva, pero durante un tiempo infinito, si lo medimos de otra forma. Como respuesta a estos enfoques, Leslie afirma que «la existencia de una serie infinita de acontecimientos pasados no puede resultar autoexplicada mediante la explicación de cada acontecimiento por un acontecimiento anterior». Si hay una serie infinita de libros sobre geometría que deben su contenido al hecho de haber sido copiados de libros anteriores, todavía no tenemos una respuesta adecuada acerca de por qué el libro es como es (por ejemplo, trata sobre geometría) o por qué hay un libro en absoluto. La serie completa necesita una explicación. «Pensemos en una máquina del tiempo» —escribe Leslie— «que viaja al pasado, de forma que no hace falta que nadie la haya diseñado y fabricado nunca. ¡Su existencia forma un bucle temporal autoexplicado! Pero, incluso si tuviera sentido viajar en el tiempo, esto seguiría siendo seguramente un sinsentido» [77]. Richard Swinburne sintetiza su exposición del argumento cosmológico diciendo: «Es bastante probable que, si hay un Dios, otorgue sentido a un universo como el nuestro, complejo y finito. Es muy improbable que un universo exista sin causa alguna, pero es bastante más probable que Dios exista sin causa alguna. Por tanto, el argumento que se remonta desde la existencia del universo a la existencia de Dios es un buen argumento C-inductivo» [78]. En una reciente conversación con Swinburne, observé que su versión del argumento cosmológico parece ser correcta en un sentido fundamental. Algunos de sus aspectos podrían tener que ser mejorados, pero el universo es algo que requiere una explicación. El argumento cosmológico de Richard Swinburne proporciona una explicación muy prometedora, probablemente, la explicación finalmente correcta.

Buscando un lugar para Dios

Es cosa de Shakespeare. En el primer acto de Macbeth, una de las obras más famosas de Shakespeare, Macbeth y Banquo, dos generales del ejército del rey, se encuentran con tres brujas. Las brujas les hablan y después desaparecen. Banquo, atónito, dice: «La tierra tiene burbujas, como las tiene el agua, y estas lo son. ¿Dónde se han desvanecido?». «Se han desvanecido en el aire», contesta Macbeth. «Y lo que parecía corporal se derritió como un suspiro en el viento». Se trata de teatro, de alta literatura. Pero aunque la idea de una persona que puede disolverse «como un suspiro en el viento» raramente supone un problema para los amantes del teatro y la literatura, sí que ha representado todo un obstáculo para este filósofo empeñado en «seguir a la evidencia adondequiera que conduzca».

No hay nadie ahí

“En Dios y la filosofía” y otras publicaciones posteriores, sostuve que el concepto de Dios no era coherente porque presuponía la idea de un Espíritu incorpóreo y omnipresente. Mi lógica era bastante sencilla. Tal como entendemos el concepto en el lenguaje ordinario, una persona es una criatura de carne y hueso.
En este sentido, la expresión «persona sin cuerpo» parecía absurda, como la pequeña rima atribuida a Hughes Mearns: Mientras subía la escalera Encontré a un hombre que no estaba allí Hoy, de nuevo, no estaba allí ¡Oh. cómo me gustaría que se fuera! Decir «persona sin cuerpo» es como decir «alguien que no está ahí», Si queremos hablar de una «persona sin cuerpo», deberemos proporcionar algún medio para identificar y reidentificar a la persona, en un nuevo sentido de la palabra «persona». Filósofos posteriores como Peter Strawson y Bede Rundle han seguido desarrollando esta crítica. Muy recientemente, encontramos una versión de este argumento en la obra de John Gaskin, profesor de Filosofía y fellow de Trinity College, en Dublín. Escribe: La ausencia de un cuerpo no solo es una razón empírica para dudar de que exista una persona (¡no hay nadie ahí!). Es también una razón para dudar de que dicha entidad incorpórea pueda ser un agente [79]. Aunque formidable, esta crítica ha sido afrontada de forma creíble por los teístas. Desde las décadas de 1980 y 1990, se ha producido un renacimiento del teísmo entre los filósofos analíticos. Muchos de estos pensadores han realizado extensos estudios sobre los atributos tradicionalmente predicados de Dios, y sobre conceptos tales como la eternidad. Dos de tales filósofos, Thomas Tracy y Brian Leftow, han respondido sistemáticamente al reto de defender la coherencia de la idea de un «Espíritu incorpóreo y omnipresente». Mientras que Tracy se ocupa de la cuestión de cómo puede ser identificado un agente incorpóreo, Leftow inténta mostrar cómo un agente divino debe estar fuera del espacio y el tiempo, y cómo un ente incorpóreo puede actuar en el universo.

La perfección del ser-agente

En sus libros “Dios, la acción y la corporeidad” y “El Dios que actúa”, Tracy ha contestado por extenso a mis preguntas sobre cómo es posible que haya una persona sin cuerpo, y como podría ser identificada una persona tal. Tracy considera que las personas (humanas y divinas) son agentes que pueden actuar intencionalmente. Ve a la persona humana como un organismo agente, un cuerpo capaz de acción intencional. Pero, aunque todos los agentes corpóreos (como las personas humanas) deben ser unidades psicofísicas (y no mentes yuxtapuestas a cuerpos), no todos los agentes tienen que ser corpóreos. Ningún argumento antidualista muestra que el cuerpo sea una condición necesaria para ser un agente, pues la condición para ser un agente consiste, simplemente, en ser capaz de acción intencional. Tracy señala que Dios es un agente cuya actividad es intencional. Hablar de Dios como un ser personal es hablar de él como un sujeto de acciones intencionales. Los poderes de acción de Dios son únicos, y las acciones adscritas a Dios no pueden en principio ser atribuidas a otros agentes. Por ejemplo, Dios, a través de su capacidad intencional, es el agente que trae a la existencia a todos los demás seres. Tracy observa que Dios puede ser identificado por medio del modo único en que actúa. «Si concebimos a Dios como la perfección del ser-agente, entonces diremos que Dios es un agente radicalmente autocreativo cuya vida exhibe una unidad de intención perfecta y que es el creador omnipotente de todas las cosas». Decir que Dios ama es decir que Dios ama en formas concretas, mostradas por sus acciones, y que estas acciones representan su identidad en cuanto agente. Pero Dios es un agente cuyo modo de vida y facultades de acción son fundamentalmente diferentes de los nuestros. Dado que «el alcance y contenido de la acción de Dios son únicos, también lo será el carácter de su amor, su paciencia o su sabiduría» [80].
Esta concepción de la acción divina puede ayudar a dar contenido a nuestras descripciones de Dios como un ser amoroso o sabio, aunque aún tendremos que admitir que nuestra comprensión es radicalmente limitada.

El verdadero mobiliario del mundo

Brian Leftow, actualmente Professor Nolloth en Oxford, trata estos temas en su libro “Dios y la eternidad”. En mi debate con él, Leftow señaló que la idea según la cual Dios está fuera del espacio y el tiempo es coherente con la teoría de la relatividad especial. «Hay muchos argumentos con los que se puede intentar mostrar que Dios está fuera del tiempo», indicó. «Uno que me impresiona bastante es simplemente que, si tomamos muy en serio la relatividad especial, creemos que todo lo que está en el tiempo está también en el espacio. Se trata de un continuum tetradimensional.
Ningún teísta ha pensado nunca que Dios estuviera literalmente 'ahí', en el espacio.
Si no está en el espacio, y todo lo que está en el tiempo está en el espacio, entonces tampoco está en el tiempo. La pregunta, pues, pasa a ser: ¿qué sentido puede tener afirmar que existe algo parecido a un ser personal fuera del tiempo?». Leftow continuaba así: Bueno, muchos atributos personales no pueden serle aplicados. No puede olvidar, pues solo es posible olvidar aquello que está en nuestro pasado. No puede cesar de hacer algo. Solo se puede cesar de hacer algo si se tiene un pasado. Pero hay otras características personales que no parecen estar esencialmente referidas al tiempo: cosas como conocer, que puede ser simplemente un estado disposicional, sin una referencia temporal.
Y, sostendría yo, la intencionalidad también. Tener una intención puede ser un estado disposicional tal que, si ocurrieran ciertas cosas, uno haría algo. Así que estoy inclinado a pensar que hay razones para pensar que Dios está fuera del tiempo. Y, también, que tiene sentido pensar que eso no nos conduce a un piélago misterioso.

La otra cuestión que analizó fue la de cómo puede tener sentido hablar de un Espíritu omnipresente que actúa en el espacio o en el mundo: Si Dios es atemporal, entonces todo lo que hace lo hace, por así decir, a la vez, en un solo acto. No podría hacer una cosa ahora y otra a continuación. Pero ese único acto puede tener efectos en momentos diferentes. Puede, en una sola volición, querer que el sol salga hoy, y que salga mañana, y eso tiene efectos hoy y mañana.

Esa, sin embargo, no es la cuestión más básica. La cuestión más básica es: ¿Cómo puede haber una conexión causal entre un ser atemporal y no-espacial y la totalidad del espacio-tiempo?
Que eso pueda tener sentido depende mucho de la teoría de la causación que profesemos.
Si creemos que el concepto de causa implica una referencia temporal esencial [i.e., que la causa está vinculada al tiempo] —por ejemplo, una causa es un acontecimiento que precede a otro acontecimiento y tiene ciertas relaciones con él—, entonces aquella posibilidad tiene que ser descartada. Pero hay análisis de la causalidad que no implican una referencia temporal esencial.
Por mi parte, me inclino más bien por la opinión de que el concepto de causa realmente no es analizable: se trata de un concepto primitivo, y la causación misma es una relación primitiva. Es parte del mobiliario real del mundo. Si el concepto de causa no es analizable, entonces no hay nada que se pueda sacar de él mediante el análisis, nada que pueda excluir una conexión causal primitiva entre un Dios atemporal y la totalidad del tiempo [81].

Una posibilidad coherente

Como mínimo, los estudios de Tracy y Leftow muestran que la idea de un Espíritu omnipresente no es intrínsecamente incoherente, si vemos tal Espíritu como un agente situado fuera del espacio y el tiempo que únicamente ejecuta sus intenciones en el continuum espacio-temporal. La cuestión de si existe dicho Espíritu, como hemos visto, se encuentra en el corazón de los argumentos sobre la existencia de Dios. En lo que se refiere a la validez de tales argumentos, coincido con la conclusión de Conway: Si el razonamiento del capítulo precedente es correcto, no hay buenos argumentos filosóficos para negar que Dios sea la explicación del universo y de la forma y el orden que exhibe. Siendo esto así, no hay ninguna buena razón para que los filósofos no vuelvan una vez más a la concepción clásica de su disciplina, dado que no hay formas mejores de obtener sabiduría [82].

Abierto a la omnipotencia

La ciencia en cuanto tal no puede proporcionar un argumento que demuestre la existencia de Dios. Pero los tres problemas que hemos considerado en este volumen —las leyes de la naturaleza, la vida con su organización teleológica y la existencia del universo— solo pueden resultar explicables a la luz de una Inteligencia que da razón tanto de su propia existencia como de la del mundo. Dicho descubrimiento de lo Divino no llega por medio de experimentos y ecuaciones, sino a través de la comprensión de las estructuras que los experimentos y ecuaciones desvelan y cartografían. Ahora bien, todo esto puede resultar abstracto e impersonal. Se me podría preguntar: ¿cómo reacciono, en cuanto persona, al descubrimiento de una Realidad última que resulta ser un Espíritu omnipresente y omnisciente? Debo decir de nuevo que mi viaje hacia el descubrimiento de lo Divino ha sido hasta ahora una peregrinación de la razón. He seguido el razonamiento hasta donde este me ha llevado. Y me ha llevado a aceptar la existencia de un Ser autoexistente, inmutable, inmaterial, omnipotente y omnisciente.

Min 57:32 Ciertamente, es preciso afrontar la cuestión de la existencia del mal y el sufrimiento.
Sin embargo, desde un punto de vista filosófico, se trata de un tema distinto al de la existencia de Dios. Partiendo de la existencia de la naturaleza, llegamos hasta el fundamento de dicha existencia. La naturaleza puede tener sus imperfecciones, pero esto no nos dice nada acerca de si tuvo una Fuente última.
Así, la existencia de Dios no depende de la existencia del mal (esté esta justificada o no). En lo que se refiere a la presencia del mal, hay dos explicaciones alternativas para aquellos que aceptan la existencia de lo Divino.
La primera es la idea del Dios aristotélico, que no interviene en el mundo.
La segunda es la defensa del libre albedrío: la idea según la cual el mal es siempre una posibilidad si los seres humanos son verdaderamente libres.
En el marco aristotélico, una vez que el trabajo de la creación está completo, Dios abandona el universo a la operación de las leyes naturales, aunque quizás confirmando alguna vez, de manera distante y poco comprometida, los principios fundamentales de la justicia.
La explicación basada en el libre albedrío depende de la aceptación previa de un marco de revelación divina: la idea según la cual Dios se ha revelado a sí mismo.

Abierto a aprender más

¿Adónde iré a continuación?
En primer lugar, estoy enteramente abierto a aprender más sobre la Realidad divina, especialmente a la luz de lo que sabemos sobre la historia de la naturaleza. En segundo lugar, la cuestión de si lo Divino se ha revelado en la historia humana sigue siendo un tema de discusión válido. No es posible limitar las posibilidades de la omnipotencia, excepto si se trata de lo lógicamente imposible. Todo lo demás está abierto a la omnipotencia.
El Apéndice B de este volumen es un resumen de mi diálogo sobre este último tema con el investigador bíblico y obispo anglicano N. T. Wright, con particular referencia a la tesis cristiana de que Dios se hizo hombre en la persona de Jesucristo. Como he dicho más de una vez, ninguna otra religión posee algo parecido a la combinación de una figura carismática como Jesús y un intelectual de primera clase como san Pablo. ¡Si queremos que la omnipotencia funde una religión, esta es la que tiene todas las papeletas para ser la elegida!

Dispuesto a conectar

Quiero volver ahora a la parábola con la que empecé esta parte. Hablábamos del teléfono móvil descubierto por la tribu isleña, y los intentos por explicar su naturaleza. La parábola terminaba con el sabio tribal viendo ridiculizado e ignorado por los científicos. Pero imaginemos un final diferente. Los científicos aceptan, como hipótesis de trabajo, la sugerencia del sabio según la cual el teléfono es un vehículo de contacto con otros seres humanos. Después de más estudios, confirman la conclusión de que el teléfono está conectado a una red que transmite las voces de personas reales.
Ahora ya aceptan la teoría de que existen seres inteligentes «ahí fuera». Algunos de los científicos más inteligentes van aún más lejos. Trabajan por descifrar los sonidos que oyen a través del teléfono.
Reconocen patrones y ritmos que les permiten comprender lo que está siendo dicho. Todo su mundo cambia entonces. Saben que no están solos. Y, en cierto momento, entran en contacto con el otro lado.
La analogía es fácilmente aplicable. El descubrimiento de fenómenos como las leyes de la naturaleza —la red telefónica de la parábola—ha conducido a científicos, filósofos y otros a aceptar la existencia de una Mente infinitamente inteligente. Algunos aseguran haber establecido contacto con esta Mente. Yo no lo he hecho; no todavía. Pero ¿quién sabe lo que podría ocurrir en el futuro? Quizás algún día pueda oír una Voz que dice: «¿Me oyes ahora?».

APÉNDICES
En este libro he perfilado los argumentos que me llevaron a cambiar de opinión sobre la existencia de Dios. Como indiqué antes, la obra de David Conway “El redescubrimiento de la sabiduría” jugó un papel importante en dicho giro. Otro libro que he recomendado en algunos foros es “La maravilla del mundo”, de Roy Abraham Varghese. En mi nueva introducción a “Dios y la filosofía”, dije que cualquier libro que pretendiese prolongar las reflexiones de esa obra «necesitaría tomar en consideración» “La maravilla del mundo”, «que proporciona una versión extremadamente convincente del argumento inductivo a partir del orden de la naturaleza». Dado que Varghese ha colaborado conmigo en la producción del presente libro, le he pedido que completara mis reflexiones con un análisis y valoración de los argumentos de la generación actual de ateos.
Su trabajo, titulado «El 'nuevo ateísmo': Una aproximación crítica a Dawkins, Dennett, Wolpert, Harris y Stenger», constituye el Apéndice A.

El Apéndice B se refiere a la tesis según la cual hay una revelación de Dios en la historia humana en la persona de Jesucristo. Dicha tesis es defendida por uno de los especialistas en Nuevo Testamento más destacados de la actualidad, el obispo N. T. Wright. Las respuestas de Wright a mis críticas previas a la idea de una autorrevelación divina me parecen la defensa más poderosa del cristianismo que he visto nunca. Incluí los dos apéndices en este libro porque ambos son ejemplos del tipo de razonamiento que me condujo a cambiar de opinión sobre la existencia de Dios. Me pareció apropiado integrarlos en su totalidad porque son contribuciones originales que enriquecen notablemente el debate, al tiempo que ofrecen a los lectores algunas pistas acerca de la dirección de mi viaje aún incompleto. Si se los pone en conexión con la parte II de este libro —«Mi descubrimiento de lo divino»— forman un todo orgánico que proporciona una poderosa nueva visión de la filosofía de la religión.

Apéndice A.

El «nuevo ateísmo»: una aproximación crítica a Dawkins, Dennett, Wolpert, Harris y Stenger Roy Abraham Varghese
En la base del «nuevo ateísmo» se encuentra la creencia de que no hay un Dios, una fuente eterna e infinita de todo cuanto existe. Esta es la tesis clave que debe ser demostrada para que funcionen el resto de sus argumentos. Sostendré aquí que los «nuevos ateos» —Richard Dawkins, Daniel Dennett, Lewis Wolpert, Sam Harris y Victor Stenger— no solo no ofrecen una argumentación convincente a favor de dicha creencia, sino que también ignoran muchos fenómenos que son particularmente relevantes para la cuestión de si Dios existe.
En mi opinión, se dan en nuestra experiencia inmediata cinco fenómenos que solo pueden ser explicados postulando la existencia de Dios. Son, en primer lugar, la racionalidad implícita en toda nuestra experiencia del mundo físico; en segundo lugar, la vida, la capacidad de actuar autónomamente; en tercer lugar, la conciencia, la capacidad de ser consciente; en cuarto lugar, el pensamiento conceptual, el poder articular y comprender símbolos significativos como los incluidos en el lenguaje; y, en quinto lugar, el yo humano, el «centro» de la conciencia, el pensamiento y la acción.

Habría que decir tres cosas sobre estos fenómenos y su relación con la existencia de Dios.

La primera es que estamos habituados a oír hablar de argumentos y pruebas sobre la existencia de Dios; en mi opinión, tales argumentos son útiles para articular ciertas intuiciones fundamentales, pero no pueden ser considerados «pruebas» cuya validez formal determine si hay un Dios. Más bien, cada uno de los cinco fenómenos aducidos aquí presupone, a su propia manera, la existencia de una Mente infinita, eterna. Dios es la condición que subyace a todo lo que es evidente por sí mismo en nuestra experiencia.

La segunda: como debería resultar obvio a la luz de la tesis anterior, no estamos hablando sobre probabilidades e hipótesis, sino sobre encuentros con realidades fundamentales que no pueden ser negadas sin autocontradicción.
Dicho de otra forma, no aplicamos teoremas de probabilidad a ciertos conjuntos de hechos, sino que consideramos la cuestión bastante más básica de cómo es posible evaluar datos en absoluto. Igualmente, no es cuestión de deducir a Dios de la existencia de ciertos fenómenos complejos. Más bien, la existencia de Dios es presupuesta por todos los fenómenos.

En tercer lugar, los ateos, antiguos y nuevos, se han quejado de que no hay evidencia de la existencia de Dios, y algunos teístas han respondido que nuestra voluntad libre solo puede ser preservada si dicha evidencia no es aplastante. El enfoque que adoptamos aquí es que todos tenemos a nuestra disposición la evidencia necesaria en nuestra experiencia inmediata, y el ateísmo en cualquiera de sus variedades se debe solo a una resistencia deliberada a «mirar».

Al considerar nuestra experiencia inmediata, realicemos un experimento mental. Pensemos por un momento en una mesa de mármol delante de nosotros. ¿Creemos realmente que, si se le dan un billón de años o un tiempo infinito, esa mesa podría adquirir conciencia repentina o gradualmente, hacerse consciente de su entorno, de su identidad, en la forma en que lo somos nosotros? Es simplemente inconcebible que algo así pueda suceder. Y lo mismo vale para cualquier tipo de materia. Una vez que hemos entendido la naturaleza de la materia, de la masa-energía, comprendemos que, por su propia naturaleza, nunca podría hacerse «consciente», nunca podría «pensar», nunca podría decir «yo». Pero la posición atea es que, en algún punto de la historia del universo, lo imposible e inconcebible ocurrió. La materia inerte (incluimos aquí la energía) en algún momento se volvió «viva», y después consciente, y después capaz de pensamiento conceptual, y después un «yo». Pero, volviendo a nuestra mesa, vemos por qué esta hipótesis es, sencillamente, ridícula. La mesa no tiene ninguna de las propiedades de los seres conscientes; y, aunque se le conceda un tiempo infinito, no puede «adquirir» tales propiedades. Aunque suscribamos alguna explicación inverosímil sobre el origen de la vida, tendríamos que abdicar de nuestros sentidos para sugerir que, dadas ciertas condiciones, un trozo de mármol puede llegar a producir conceptos. Y, en un nivel subatómico, lo que vale para la mesa vale para el resto de la materia del universo. Durante los últimos trescientos años, la ciencia empírica ha desvelado muchísimos más datos sobre el mundo físico de lo que nuestros antepasados nunca hubieran podido imaginar. Estos descubrimientos incluyen una comprensión amplia de las redes genéticas y neuronales que subyacen a la vida, la conciencia, el pensamiento y el yo. Pero, aunque ahora sepa que estos cuatro fenómenos operan con una infraestructura física que es mejor entendida que nunca antes, la ciencia no puede decir nada sobre la naturaleza y el origen de los fenómenos mismos. Aunque algunos científicos hayan intentado explicarlos como manifestaciones de la materia, no hay forma de demostrar que, por ejemplo, mi comprensión de la frase que escribo en este momento no sea nada más que una transacción neuronal específica. Desde luego, hay transacciones neuronales que acompañan a mis pensamientos, y la neurología moderna ha identificado las regiones del cerebro que sirven de apoyo a los diversos tipos de actividad mental. Pero decir que un pensamiento determinado es una transacción neuronal específica es tan descabellado como sugerir que la idea de justicia no es más que ciertas marcas de tinta sobre un papel. Es incoherente, por tanto, sugerir que la conciencia y el pensamiento son simple y exclusivamente transacciones físicas. (nota mía: la ilustración no es válida: sin cerebro no hay mente; puede que esté influido por la creencia en una alma inmortal extracorporea, que no es lo que Dios ha revelado: “Adán llegó a ser alma viviente” del polvo y “el alma muere”)
Dada la limitación del espacio de que dispongo, presentaré aquí un resumen extremadamente condensado de los cinco fenómenos fundamentales que subyacen a nuestra experiencia del mundo y que no pueden encontrar una explicación satisfactoria dentro del marco del «nuevo ateísmo». Se podrá encontrar un análisis más detallado en mi próximo libro “El eslabón perdido”.

La racionalidad

Dawkins y los demás preguntan: «¿quién creó a Dios?». Ahora bien, tanto teístas como ateos pueden convenir en una cosa: si existe algo, debe haber algo anterior que siempre haya existido. ¿Cómo llegó al ser esta realidad eternamente existente? La respuesta es que nunca llegó al ser. Siempre existió.
Elijan: o Dios, o el universo. Algo siempre existió. Es precisamente en este punto donde vuelve al escenario el tema de la racionalidad. En contra de lo que afirman los ateos, hay una diferencia muy importante entre lo que teístas y ateos sostienen acerca de la realidad eternamente existente. Los ateos dicen que la explicación del universo es simplemente que existe eternamente, pero que no podemos explicar cómo este estado de cosas eternamente existente llegó a ser. Es inexplicable, y tiene que ser aceptado como tal. Los teístas, en cambio, señalan inequívocamente que Dios es algo que no es en última instancia inexplicable: la existencia de Dios es inexplicable para nosotros, pero no para el propio Dios. Que la existencia de Dios debe tener su propia lógica interna podemos verlo, porque solo puede haber racionalidad en el universo si esta se basa en una racionalidad última. Dicho de otra forma, hechos tan singulares como nuestra capacidad de conocer y explicar verdades, la correlación entre el funcionamiento de la naturaleza y nuestras descripciones abstractas de tal funcionamiento (lo que el físico Eugene Wigner llamó «la irrazonable efectividad de las matemáticas»), y el papel de códigos (sistemas de símbolos que actúan en el mundo físico) como el genético o el neuronal en los niveles más básicos de la vida, manifiestan por su misma existencia la naturaleza fundante y omnicomprensiva de la racionalidad. No podemos ver cuál sea esa lógica interna, aunque las ideas tradicionales sobre la naturaleza de Dios ciertamente proporcionan algunas pistas.
Por ejemplo, Eleonore Stump y Norman Kretzmann han argüido que el atributo divino de la simplicidad absoluta, cuando es entendido completamente, ayuda a demostrar por qué Dios no puede no existir.
Alvin Plantinga señala que Dios, entendido como Ser necesario, existe en todos los mundos posibles. Los ateos pueden replicar de dos formas: la existencia del universo podría tener una lógica interna que no podemos ver; y/o no necesitamos creer que debe existir un Ser (Dios) cuya existencia tenga su propia lógica interna. Acerca de la primera réplica, los teístas responderán a su vez que no existe una cosa llamada «universo» más allá de la suma total de las cosas que lo constituyen, y sabemos ciertamente que ninguna de las cosas que integran el universo posee una lógica interna de existencia perpetua. Sobre la segunda, los teístas señalan, simplemente, que la existencia de la racionalidad que indudablemente experimentamos —y que va desde las leyes de la naturaleza hasta nuestra capacidad para el pensamiento racional— no puede ser explicada si no posee un fundamento último, un fundamento que no puede ser menos que una Mente infinita.

«El mundo es racional», afirmó el gran matemático Kurt Gódel [83]. La relevancia de esta racionalidad es que «el orden del mundo refleja el orden de la mente suprema que lo gobierna» [84].
La realidad de la racionalidad no puede ser eludida con alguna apelación a la selección natural. La selección natural presupone la existencia de entidades físicas que interactúan según leyes específicas y con arreglo a un código que maneja los procesos de la vida. Y hablar de selección natural es asumir que existe alguna lógica en lo que ocurre en la naturaleza (adaptación), y que somos capaces de entender esa lógica. Volviendo al ejemplo anterior de la mesa de mármol, estamos diciendo que la racionalidad muy real que subyace a nuestro pensamiento y que encontramos en nuestro estudio de un universo matemáticamente preciso no podría haber sido generada por una roca. Dios no es un hecho bruto último, sino la Racionalidad última que está incrustada en cada dimensión del ser.

Un nuevo, aunque poco plausible, giro en la discusión sobre el origen de la realidad física ha sido introducido por Daniel Dennett, que sostiene que el universo «se crea a sí mismo ex nihilo, o en cualquier caso, a partir de algo que es punto menos que indistinguible de la nada» [85].
Esta idea ha sido presentada con la máxima claridad por otro «nuevo ateo», el físico Victor Stenger, que propone su propia solución para la cuestión del origen del universo y de las leyes físicas en sus obras “No por diseño, El origen del universo, ¿Ha encontrado la ciencia a Dios?”, “El cosmos comprensible” y “Dios: La hipótesis fallida”. Entre otras cosas, Stenger ofrece una nueva crítica de la idea misma de las leyes de la naturaleza y sus supuestas implicaciones. En “El cosmos comprensible”, sostiene que estas supuestas leyes no han sido ni «otorgadas» desde arriba ni desarrolladas espontáneamente por el propio funcionamiento de la materia. Son, simplemente, restricciones de la forma en que los científicos pueden formular sus enunciados matemáticos sobre las observaciones. Stenger construye su argumentación sobre una peculiar interpretación de una idea nuclear de la física moderna: la idea de simetría.
Según la mayoría de las versiones de la física moderna, simetría es cualquier tipo de transformación que deja intactas las leyes físicas aplicables a un sistema. La idea fue aplicada inicialmente a las ecuaciones diferenciales de la mecánica clásica y el electromagnetismo, y después también, en formas nuevas, a la relatividad especial y a los problemas de la mecánica cuántica. Stenger proporciona a sus lectores una panorámica de este poderoso concepto, pero a continuación extrae de él dos conclusiones incoherentes.
Una es que el principio de simetría elimina la idea de las leyes de la naturaleza, y la
otra, ¡que la nada puede producir algo porque «la nada» es inestable! Sorprendentemente, “La temible simetría”, un libro de Anthony Zee —una autoridad mundial en materia de simetrías— utiliza exactamente los mismos hechos aducidos por Stenger para llegar a una conclusión muy diferente: Las simetrías han jugado un papel cada vez más central en nuestra comprensión del mundo físico [...]. Los físicos investigan animados por la fe en que el diseño último está impregnado de simetría. La física contemporánea no habría sido posible si las simetrías no nos hubieran guiado [...]. A medida que la física se aleja más y más de la experiencia cotidiana y se acerca más a la mente del Diseñador Último, nuestra inteligencia es arrancada de sus parajes familiares [...]. Me gusta pensar en un Diseñador Último definido por la Simetría, un Deus Congruentiae [86].
Stenger sostiene que la «nada» es perfectamente simétrica porque no hay ninguna posición, tiempo, velocidad o aceleración absolutos en el vacío. La respuesta a la pregunta «¿de dónde vinieron las simetrías?», dice, es que son exactamente las simetrías del vacío, porque las leyes de la física son exactamente las que se esperaría que fuesen si viniesen de la nada. La falacia fundamental de Stenger es muy vieja: es el error consistente en tratar «la nada» como si fuera algún tipo de «algo». Durante siglos, los pensadores que han considerado el concepto de la «nada» han tenido buen cuidado en subrayar que la «nada» no es algo. La nihilidad absoluta implica que no hay leyes, ni vacíos, ni campos, ni energía, ni estructuras, ni entidades físicas o mentales de ningún tipo; y tampoco hay simetrías. La nada no tiene propiedades o potencialidades. La nihilidad absoluta no puede producir algo, aunque se le conceda un tiempo infinito; de hecho, no puede haber tiempo en la nada absoluta. ¿Qué decir, entonces, sobre la idea de Stenger —fundamental en su libro “Dios: La hipótesis fallida”— según la cual la aparición del universo desde «la nada» no viola los principios de la física, pues la energía neta del universo es cero? Esta fue una noción alumbrada por primera vez por el físico Edward Tryon, quien sostuvo haber demostrado que la energía neta del universo es casi cero, y que, por tanto, no es contradictorio decir que llegó al ser desde la nada, ya que el universo no es nada.
Si se suman la energía de atracción gravitacional, que es negativa, y el resto de la masa total del universo, que es positiva, se obtiene casi cero. Por tanto, no haría falta ninguna energía para crear el universo, y no sería necesario ningún creador. Al comentar esta y otras pretensiones de Stenger, el filósofo ateo J. J. C. Smart señala que la postulación de un universo con energía cero todavía no resuelve la cuestión de por qué debería haber algo en absoluto.
Smart indica que la hipótesis de la energía cero, incluso en sus formulaciones más modernas, todavía presupone un espacio-tiempo estructurado; presupone también el campo cuántico y las leyes de la naturaleza. Por tanto, ni resuelve la pregunta de por qué existe algo en absoluto ni afronta la cuestión de si hay una causa atemporal del universo espacio-temporal.
Se infiere de este análisis que Stenger deja dos preguntas fundamentales sin contestar: ¿por qué hay algo, y no la nada absoluta? y ¿por qué lo que existe respeta simetrías o forma estructuras complejas? Zee expone los mismos datos sobre la simetría referidos por Stenger, pero alcanzando la conclusión de que la Mente del Diseñador último es la fuente de la simetría. Las leyes físicas, de hecho, reflejan simetrías subyacentes en la naturaleza. Y es la simetría, y no solo las leyes físicas, la que apunta a la racionalidad e inteligibilidad del cosmos: una racionalidad enraizada en la Mente de Dios.

La vida

El siguiente fenómeno por analizar es la vida. Dado el desarrollo que Tony Flew ha dedicado al asunto en este volumen, no hace falta decir mucho más sobre la cuestión del origen de la vida. Debería subrayarse, sin embargo, que los debates actuales sobre esto no parecen siquiera tener conciencia de las cuestiones clave. Hay cuatro dimensiones de los seres vivos. Tales seres son agentes, buscadores de fines, autorreplicantes y, en cuarto lugar, están impulsados semióticamente (su existencia depende de la interacción entre ciertos códigos y la química). Todos y cada uno de los seres vivos actúan o son capaces de acción. Y cada uno de los seres vivos es la fuente unificada y el centro de todas sus acciones. Dado que estos agentes son capaces de sobrevivir y actuar independientemente, sus acciones están de algún modo orientadas hacia fines (la alimentación), y pueden reproducirse; son, por tanto, agentes autónomos intencionales y autorreplicantes. Es más: como indica Howard H. Pattee, encontramos en los seres vivos la interacción de procesos semióticos (reglas, códigos, lenguajes, información, control) y sistemas físicos (leyes, dinámicas, energía, fuerzas, materia) [88]. De todos los libros estudiados aquí, solo el de Dawkins aborda la cuestión del origen de la vida. Wolpert es bastante cándido sobre el estado actual de la investigación: «Esto no es decir que todas las cuestiones científicas relativas a la evolución hayan sido resueltas. Por el contrario, el origen de la vida mismo, la evolución a partir de la célula milagrosa de la que surgieron todas las cosas vivientes, todavía no es adecuadamente comprendida» [89]. Dennett, en obras anteriores, simplemente ha dado por supuesto que alguna explicación materialista debe ser correcta. Desgraciadamente, incluso en el nivel físico-químico, el enfoque de Dawkins es manifiestamente inadecuado, por no decir algo peor. «¿Pero cómo comenzó la vida?», pregunta. «El origen de la vida fue el acontecimiento o serie de acontecimientos químicos gracias a los cuales se dieron por primera vez las condiciones para la selección natural [...]. Una vez tenemos el ingrediente vital —algún tipo de molécula genética—, puede seguirse la verdadera selección natural darwiniana» [90]. ¿Cómo ocurrió esto? «Los científicos invocan la magia de los grandes números [...]. La belleza del principio antrópico es que nos dice, contra toda intuición, que un modelo químico solo necesita predecir que la vida surgirá en un planeta de cada billón para darnos una explicación enteramente satisfactoria de la presencia de la vida aquí» [91]. Según este tipo de razonamiento, que sería más exacto describir como un audaz ejercicio de superstición, cualquier cosa que deseemos puede existir en algún sitio, con tal de que «invoquemos la magia de los grandes números». Los unicornios o el elixir de la juventud, aunque sean «abrumadoramente improbables», están llamados a existir «contra toda intuición». El único requisito es «un modelo químico» que «solo necesita predecir» que esto ocurrirá «en un planeta de cada billón».

La conciencia

Afortunadamente, las cosas no están tan mal en los estudios sobre la conciencia. Hoy existe una creciente conciencia de la conciencia. Somos conscientes, y somos conscientes de que somos conscientes. Nadie puede negar esto sin incurrir en autocontradicción, aunque algunos insisten en hacerlo. El problema se hace insoluble cuando entendemos la naturaleza de las neuronas. En primer lugar, las neuronas no tienen ningún parecido con nuestra vida consciente. En segundo lugar, y más importante, sus propiedades físicas no dan ninguna razón para creer que puedan producir conciencia. La conciencia está asociada a ciertas regiones del cerebro, pero cuando los mismos sistemas de neuronas están presentes en el tronco encefálico, no hay ninguna «producción» de conciencia. En realidad, como señala el físico Gerald Schroeder, no hay ninguna diferencia esencial entre los constituyentes físicos últimos de un montón de arena y los del cerebro de un Einstein. Solo una fe ciega e infundada en la materia permite creer que ciertos trozos de materia pueden repentinamente «crear» una nueva realidad que no tiene el menor parecido con ella. Aunque los estudios mente-cuerpo más aceptados reconocen la realidad y el misterio de la conciencia, Daniel Dennett es uno de los pocos filósofos que siguen resistiéndose a lo obvio. Dice que la cuestión de si algo es «realmente consciente» carece de interés, o que no es resoluble, ¡y afirma que las máquinas pueden llegar a ser conscientes porque nosotros mismos somos máquinas conscientes! El funcionalismo —la «explicación» de Dennett para la conciencia—sostiene que no debería preocuparnos en qué consisten realmente los llamados fenómenos mentales. Más bien, debemos investigar las funciones desarrolladas por esos fenómenos. El dolor es algo que da lugar a una reacción de huida o evitación; un pensamiento es un ejercicio de resolución de problemas. Ninguno de ambos debe ser interpretado como un acontecimiento íntimo que tiene lugar en un entorno privado.
Lo mismo cabría decir de todos los demás fenómenos supuestamente mentales. Ser consciente significa realizar tales funciones. Como estas funciones pueden ser imitadas por sistemas no vivos (por ejemplo, un ordenador puede resolver problemas), no hay nada misterioso en la «conciencia». Y, ciertamente, no hay ninguna razón para ir más allá de lo físico. Pero de lo que no da cuenta esta teoría es del hecho de que todas las acciones mentales van acompañadas de estados mentales, estados en los que somos conscientes de lo que estamos haciendo. El funcionalismo en modo alguno explica o pretende explicar el estado de «ser conscientes de», de saber sobre qué estamos pensando (los ordenadores no «saben» lo que están haciendo). Menos aún consigue decirnos quién es el sujeto consciente, el sujeto pensante. Dennett, divertidamente, dice que el fundamento de su filosofía es el «absolutismo de la tercera persona», lo cual equivale a afirmar «yo no creo en el yo». De manera interesante, algunos de los críticos más acerbos de Dennett y el funcionalismo son ellos mismos fisicalistas: David Pappineau, John Searle, y otros. John Searle es especialmente terminante: «no creo que quien se sienta tentado por el funcionalismo necesite refutación: más bien, necesita ayuda» [92]. En contraste con Dennett, Sam Harris ha defendido ardorosamente la realidad suprafísica de la conciencia. «El problema, sin embargo, es que nada en el cerebro, cuando es estudiado como un sistema físico, declara ser portador de esa peculiar dimensión interior que cada uno de nosotros experimenta, en su propio caso, como conciencia». El resultado es sorprendente: «La conciencia podría ser un fenómeno mucho más elemental de lo que son los seres vivos y sus cerebros. Y no parece haber ninguna forma obvia de descartar dicha tesis experimentalmente» [93]. Dawkins —dicho sea en su favor— reconoce la realidad tanto de la conciencia como del lenguaje, y admite el problema que estos suponen para su filosofía. «Ni Steve Pinker ni yo podemos explicar la conciencia subjetiva humana, lo que los filósofos llaman qualia», afirmó en cierta ocasión. «En Cómo funciona la mente, Steve plantea elegantemente el problema de la conciencia subjetiva, y pregunta de dónde viene y cuál es su explicación. Y a continuación tiene la honradez de decir: 'Es algo que me supera'. Es honrado reconocer eso, y yo digo lo mismo. No lo sabemos. No lo entendemos» [94]. Wolpert evita deliberadamente todo el asunto de la conciencia: «he soslayado intencionadamente cualquier discusión sobre la conciencia» [95].

El pensamiento

Más allá de la conciencia, se halla el fenómeno del pensamiento, de la comprensión, de la captación de significado. Todo uso del lenguaje revela un orden del ser que es intrínsecamente intangible. En la base de todo nuestro pensar, nuestro comunicar y nuestro uso del lenguaje, hay un poder milagroso. Es el poder de apreciar diferencias y semejanzas, y de generalizar y universalizar: lo que los filósofos llaman «conceptos», «universales», etc. Es algo connatural a los seres humanos; y es algo único, y simplemente desconcertante. ¿Cómo es que, desde la infancia, podemos pensar sin esfuerzo tanto en nuestro perro César como en los perros en general? Podemos pensar en el color rojo sin necesidad de pensar en una cosa roja específica (por supuesto, el color rojo no existe de manera independiente, sino solo encarnado en las cosas rojas). Abstraemos, y distinguimos, y unificamos, sin reparar siquiera en estas operaciones. E incluso consideramos cosas que no tienen características físicas, Cada vez que usan el lenguaje, están confirmando el funcionamiento ubicuo del significado, los conceptos, las intenciones y la razón en nuestras vidas. Y simplemente carece de sentido hablar de un correlato físico de la intelección (no hay ningún órgano que lleve a cabo la comprensión), aunque, por supuesto, los datos proporcionados por los sentidos suministran parte de la materia prima utilizada por el pensamiento. Si pensamos en ello solo unos minutos, sabremos sin duda que la idea según la cual nuestra representación mental de algo es «física» en algún sentido resulta inconcebiblemente absurda. Digamos que estamos pensando en un pícnic que estamos planificando con nuestra familia y amigos. Pensamos en diversas localizaciones posibles, en las personas a las que queremos invitar, las viandas que queremos llevar, el vehículo que usaremos, y cosas así. ¿Tiene sentido suponer que alguno de estos pensamientos está constituido físicamente? La clave aquí es que, hablando en sentido estricto, nuestro cerebro no entiende nada. Nosotros entendemos. Nuestro cerebro nos permite entender, pero no porque nuestros pensamientos tengan lugar en el cerebro o porque «nosotros» causemos la activación de ciertas neuronas. Más bien, el acto mediante el cual comprendemos, por ejemplo, que eliminar la pobreza sería bueno, es un proceso holístico que es suprafísico en su esencia (significado) y físico en su ejecución (palabras y neuronas). El acto no puede ser descompuesto en una parte física y otra suprafísica, pues se trata de un acto indivisible de un agente que es intrínsecamente físico y suprafísico. Hay una estructura tanto en lo físico como en lo suprafísico, pero la integración de ambos es tan total que no tiene sentido preguntar si nuestros actos son físicos o suprafísicos, o siquiera si son un híbrido de ambos. Son actos de una persona que está inescapablemente tanto encarnada como «animada» (dotada de alma). Muchas concepciones erróneas sobre la naturaleza del pensamiento derivan de concepciones erróneas sobre los ordenadores. Imaginemos que nos las habemos con un superordenador como Blue Gene, capaz de hacer más de doscientos billones de cálculos por segundo. Nuestro primer error consiste en presumir que Blue Gene es un «algo», como una bacteria o un abejorro. En el caso de la bacteria o el abejorro nos las habemos con un agente, un centro de acción que es una totalidad orgánicamente unificada, un organismo. Todas sus acciones están orientadas hacia las finalidades de mantenerse en la existencia y reproducirse. Blue Gene, en cambio, es un agregado de elementos que, conjunta o separadamente, realiza funciones «implantadas» y dirigidas por los creadores del artefacto. En segundo lugar, dicho agregado no sabe lo que está haciendo cuando realiza una operación. Los cálculos y operaciones centrales que los ordenadores llevan a cabo en respuesta a ciertos datos e instrucciones son, pura y simplemente, una cuestión de impulsos eléctricos, circuitos y transistores. Los mismos cálculos y operaciones, cuando son realizados por una persona, implican, por supuesto, la intervención de la maquinaria del cerebro, pero son llevados a cabo por un centro inteligente que es consciente de lo que está ocurriendo, comprende lo que se está haciendo y hace lo que hace de manera intencional. Cuando el ordenador realiza esas mismas operaciones, no hay conciencia, ni comprensión, ni significado, ni intención, aunque tenga múltiples procesadores que operan a velocidades sobrehumanas. Lo producido por el ordenador tiene «significado» para nosotros (por ejemplo, el pronóstico meteorológico de mañana o los movimientos de nuestra cuenta bancaria), pero, desde el punto de vista del agregado de circuitos llamado «ordenador», solo hay dígitos binarios, ceros y unos, que impulsan ciertas actividades mecánicas. Sugerir que el ordenador «entiende» lo que está haciendo es como decir que un cable alimentador puede meditar sobre la cuestión del libre albedrío y el determinismo, o que las sustancias químicas en un tubo de ensayo pueden aplicar el principio de no contradicción a la resolución de un problema, o que un reproductor de CD comprende y disfruta la música que hace sonar.

El yo

Paradójicamente, el dato más importante que pasan por alto los nuevos ateos es el más obvio: ellos mismos. La realidad radical físico-suprafísica que conocemos por experiencia propia es el sujeto mismo de la experiencia, es decir, nosotros mismos. Una vez admitimos el hecho de que hay una «perspectiva en primera persona», un «yo», un «mí», un «mío», etc., nos encontramos ante el mayor —y, sin embargo, el más estimulante— de los misterios. Yo existo. Invirtiendo a Descartes: «yo soy, por tanto, yo pienso, percibo, deseo, significo, interactúo». ¿Quién es este «yo»? ¿»Dónde» está? ¿Cómo llegó a existir? Nuestro «yo» no es, obviamente, algo solamente físico, de la misma forma que no es algo solo suprafísico. Es un yo encarnado, un cuerpo con alma; «tú» no estás en una célula específica de tu cerebro o en alguna parte de tu cuerpo. Las células de mi cuerpo cambian constantemente y, sin embargo, «yo» sigo siendo el mismo. Si estudio mis neuronas, encontraré que ninguna de ellas tiene la propiedad de ser un «yo». Por supuesto, mi cuerpo forma parte de lo que soy, pero es un «cuerpo» porque es constituido como tal por el yo. Ser hombre es tener cuerpo y alma. En un famoso pasaje de su Tratado sobre la naturaleza humana, Hume declara: «Cuando penetro íntimamente en lo que llamo mi 'yo' [...] nunca puedo capturarme a mí mismo si no es mediante una percepción, y nunca puedo observar otra cosa que dicha percepción» [96]. Aquí Hume niega la existencia de un yo, argumentando simplemente que él (¡en el sentido de «yo»!) no puede encontrarse «a sí mismo». Pero ¿qué es lo que unifica sus variadas experiencias, lo que le permite ser consciente del mundo exterior, y que permanece inalterable a través de todos esos procesos?
¿Quién se está haciendo estas preguntas? Hume asume que «yo mismo» es un estado observable como sus pensamientos y sus sentimientos. Pero el yo no es algo que pueda ser observado así. Es un hecho constante de la experiencia y, en realidad, es el fundamento de toda experiencia. Verdaderamente, el yo es, de entre todas las verdades que nos son accesibles, al mismo tiempo la más obvia e inexpugnable y la más letal para todas las formas de fisicalismo. Para empezar, debe decirse que la negación del yo no puede ser mantenida sin contradicción. A la pregunta «¿cómo sé que existo?», un profesor dio la célebre réplica «¿y quién está preguntando?». El yo es lo que somos, y no lo que tenemos. De él surge nuestra «perspectiva en primera persona». No podemos analizar el yo, porque no es un estado mental que pueda ser observado o descrito. La realidad más fundamental de entre todas de las que somos conscientes es, por tanto, el yo humano, y una adecuada comprensión del yo inevitablemente arroja cierta luz sobre todas las cuestiones relacionadas con los orígenes, y proporciona sentido a la realidad como un todo. Nos damos cuenta de que el yo no puede ser descrito, menos aún explicado, en términos físicos o químicos: la ciencia no descubre el yo; es el yo el que descubre la ciencia. Comprendemos entonces que ninguna versión de la historia del universo es consistente si no da cuenta de la existencia del yo. El origen de lo suprafísico Así que, ¿cómo llegaron a existir la vida, la conciencia, el pensamiento y el yo? La historia del mundo muestra la aparición repentina de estos fenómenos: la vida emergiendo poco después del enfriamiento del planeta Tierra, la conciencia manifestándose misteriosamente en la explosión del Cámbrico, el lenguaje surgiendo en la «especie simbólica» sin ningún precursor evolutivo. Los fenómenos en cuestión abarcan desde sistemas de procesamiento de códigos y símbolos y agentes que manifiestan intenciones y buscan fines, hasta la conciencia subjetiva, el pensamiento conceptual y el yo humano. La única forma coherente de describir estos fenómenos es decir que constituyen dimensiones diferentes del ser, dimensiones que son suprafísicas de una forma u otra.
Están totalmente integradas con lo físico y, sin embargo, son radicalmente «nuevas».
No estamos hablando aquí de fantasmas ocultos en máquinas, sino de agentes de diversos tipos, algunos de los cuales son solo conscientes, y otros conscientes y pensantes. En cada uno de estos casos no encontramos un vitalismo o un dualismo, sino una integración que es total, un holismo que abarca lo físico y lo mental. Aunque los nuevos ateos no se han enfrentado realmente ni con el problema de la naturaleza ni con el del origen de la vida, la conciencia, el pensamiento y el yo, la respuesta a la pregunta sobre el origen de lo suprafísico es obvia: lo suprafísico solo puede proceder de una fuente suprafísica. La vida, la conciencia, la mente y el yo pueden venir solo de una Fuente que sea divina, consciente y pensante.
Si somos centros de conciencia y pensamiento que son capaces de conocer, amar, tener intenciones y realizarlas, no veo cómo tales centros podrían provenir de algo que no sea también capaz de tales operaciones. Aunque los simples procesos físicos podrían crear fenómenos físicos complejos, no estamos ocupándonos aquí de la relación de lo simple y lo complejo, sino del origen de los «centros». Es simplemente inconcebible que alguna matriz o campo material pueda generar agentes que piensan y actúan. La materia no puede producir conceptos y percepciones. Un campo de fuerza no planifica o actúa. Por tanto, en el nivel de la razón y de la experiencia cotidiana, podemos llegar a la conclusión de que el mundo de los seres vivos, conscientes y pensantes debe tener su origen en una Fuente viviente, una Mente.

Fin del libro

Personas Citadas
Martin Rees, John Barrow y John Leslie. principio antrópico
Martin Rees defiende multiverso (Flew alega: la existencia de un multiverso no eliminaría aún la cuestión de la Fuente divina)
Andrei Linde y Alex Vilenkin, los universos surgen de Big Bangs
Alan Guth, David Harrison y Lee Smolin los universos se materializan a partir de agujeros negros en ámbitos espacio-temporales recíprocamente inaccesibles.
Lisa Randall y Raman Sundrum proponen que hay universos en dimensiones espaciales diferentes que pueden o no interactuar gravitacionalmente unos con otros.
Paul Davies La idea del multiverso sustituye el mundo real racionalmente ordenado por una payasada infinitamente compleja, y priva de cualquier significado a la idea misma de «explicación».
Richard Swinburne Es una locura postular un trillón de universos (causalmente esconectados entre sí) para explicar los rasgos de un solo universo, cuando postular una sola entidad (Dios) solucionaría el problema.
Richard Cameron Algo que está vivo, dice Cameron, será también teleológico —es decir, poseerá fines, metas, propósitos intrínsecos
John Haldane no proporcionan una explicación suficiente, pues presuponen la existencia de la autorreproducción en una fase temprana, y no se ha mostrado que esta pueda surgir por medios naturales a partir de una base material
David Conway «la primera aparición de materia viviente a partir de la materia no viviente. Al estar viva, la materia viviente posee una organización teleológica que falta por completo en todo lo que la precedió»
David Berlinski Lo extraordinario de este fenómeno se hace más patente si resaltamos la palabra «código».
Carl Woese «Las facetas codificadora, mecánica y evolutiva del problema deben ser tratadas como asuntos independientes. La idea de que la expresión genética o la replicación genética estuvieran sustentadas por algún principio físico fundamental ha desaparecido»
Paul Davies «El problema de cómo esta información significativa o semántica pudo surgir de una colección de moléculas no inteligentes, sometidas a fuerzas ciegas y carentes de propósito, supone un profundo desafío conceptual»
Andy Knoll No sabemos cómo empezó la vida en este planeta. No sabemos exactamente cuándo comenzó; no sabemos en qué circunstancias
Antonio Lazcano «Un aspecto de la vida, sin embargo, sigue siendo cierto: la vida no podría haber evolucionado sin un mecanismo genético capaz de almacenar, copiar y transmitir a su progenie información que puede cambiar con el tiempo... La cuestión de cómo evolucionó la primera maquinaria genética también sigue siendo un problema irresuelto»
Gerald Schroeder la existencia de condiciones favorables a la vida no basta para explicar cómo se originó esta. no hay ninguna ley de la naturaleza que obligue a la materia a producir entidades autorreplicantes y orientadas hacia fines.
George Wald «Escogemos creer lo imposible: que la vida surgió espontáneamente por azar»
Stephen Hawking «universo autocontenido»«Mientras el universo tuvo un comienzo, podíamos suponer que tuvo un creador. Pero si el universo es realmente autocontenido, sin límites ni perímetro, no tendría un principio ni un final; simplemente sería. ¿Qué lugar quedaría, entonces, para un creador?» «Un universo en expansión no excluye la idea de un creador, pero sí señala límites temporales al momento en que debió hacer su trabajo»
David Hume lo que llamamos «causas» es una simple cuestión de asociación de ideas o ausencia de tales asociaciones
David Conway «las explicaciones causales de las partes de una totalidad en términos de otras partes no pueden sumarse para constituir una explicación global de la totalidad, si los entes invocados como causas son entes cuya propia existencia está necesitada de una explicación causal»
Richard Swinburne La totalidad de la serie infinita se quedará sin explicar / Es muy improbable que un universo exista sin causa alguna, pero es bastante más probable que Dios exista sin causa alguna.
John Leslie ninguno de los modelos cosmológicos que están de moda hoy día excluye la posibilidad de un Creador. «la existencia de una serie infinita de acontecimientos pasados no puede resultar autoexplicada mediante la explicación de cada acontecimiento por un acontecimiento anterior»
Edward Tyron el universo era una fluctuación en el vacío
Jim Hartle, Stephen Hawking (la necesidad de un factor creador que insuflase fuego en las ecuaciones) y Alex Vilenkin universo «fluctuó cuánticamente» a la existencia «desde la nada».
Peter Strawson y Bede Rundle la expresión «persona sin cuerpo» parecía absurda
John Gaskin La ausencia de un cuerpo no solo es una razón empírica para dudar de que exista una persona (¡no hay nadie ahí!). Es también una razón para dudar de que dicha entidad incorpórea pueda ser un agente
Thomas Tracy cómo puede ser identificado un agente incorpóreo: las personas (humanas y divinas) son agentes que pueden actuar intencionalmente. la condición para ser un agente consiste, simplemente, en ser capaz de acción intencional. Hablar de Dios como un ser personal es hablar de él como un sujeto de acciones intencionales
Brian Leftow inténta mostrar cómo un agente divino debe estar fuera del espacio y el tiempo, y cómo un ente incorpóreo puede actuar en el universo.
N. T. Wright la idea de una autorrevelación divina .. la defensa más poderosa del cristianismo
Kurt Gódel «el orden del mundo refleja el orden de la mente suprema que lo gobierna»
Daniel Dennett el universo «se crea a sí mismo ex nihilo, o en cualquier caso, a partir de algo que es punto menos que indistinguible de la nada»
Victor Stenger la nada puede producir algo porque «la nada» es inestable
Anthony Zee La física contemporánea no habría sido posible si las simetrías no nos hubieran guiado.
Edward Tryon el universo no es nada
J. J. C. Smart la postulación de un universo con energía cero todavía no resuelve la cuestión de por qué debería haber algo en absoluto.
Howard H. Pattee encontramos en los seres vivos la interacción de procesos semióticos (reglas, códigos, lenguajes, información, control) y sistemas físicos (leyes, dinámicas, energía, fuerzas, materia)
Gerald Schroeder Solo una fe ciega e infundada en la materia permite creer que ciertos trozos de materia pueden repentinamente «crear» una nueva realidad que no tiene el menor parecido con ella.